Analice lo siguiente:
El nitrógeno es un gas esencial para el crecimiento y la reproducción
vegetal. No obstante, para que las plantas lo puedan utilizar, este gas
primero debe pasar por un proceso de fijación que lo transforma en
compuestos como el amoníaco. Para lograrlo, las leguminosas colaboran
con bacterias del género Rhizobium. Tal colaboración —con beneficios mutuos— entre organismos de especies diferentes se denomina simbiosis.
Mediante una sustancia química
especial, las leguminosas atraen hacia sus raíces a las bacterias, que
penetran en ellas. Aunque las bacterias y estas plantas pertenecen a dos
reinos diferentes,
colaboran “en la creación de algo que, en esencia, es un nuevo órgano:
un nódulo en la raíz completamente dedicado a la fijación de nitrógeno”.
El interior del nódulo se convierte en el nuevo hogar y laboratorio de
las bacterias. Estas se valen principalmente de una enzima especial —un
tipo de proteína denominada nitrogenasa— para fijar el nitrógeno que
toman del aire acumulado en el suelo.
“Toda la nitrogenasa que existe en el planeta [...] podría caber en un cubo grande”,
por ello, cada molécula cuenta. Pero hay un problema: el oxígeno anula
la función de la nitrogenasa. ¿Cómo evitarlo? Las leguminosas producen
una sustancia especial que elimina cualquier molécula de oxígeno
potencialmente dañina.
Alrededor del nódulo hay una
membrana que controla el intercambio de amoníaco, azúcares y otros
nutrientes que ocurre entre los microbios y las plantas. Como todas las
plantas, las leguminosas mueren con el tiempo, pero el amoníaco
permanece en la tierra. Por ello, a las leguminosas se las ha calificado
con razón de “estiércol verde”.
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